RECITALES Y ARTÍCULOS

sábado, 20 de abril de 2024

PEQUEÑA GRAN HERENCIA

                                                                          


                                                                a Carmen Sevillano

Podría, ella, haber elegido algo de más valor, no sé, la cubertería de plata, o la vajilla portuguesa de Vista Alegre, o la colcha de seda salvaje, o la vieja vespino, tan vintage, para ir y venir con lo del pan por el pueblo.

 Ella, fue el capricho de todos, el juguete de la casa, la que pasaba de regazo en regazo, de espalda en espalda: a caballito de todos sus hermanos. La tardía. La nacida, así, sin esperarla, como un regalo caído del cielo: La benjamina.

 Y como niña con zapatos nuevos eligió su añorado trocito de herencia. Y mientras yo arrancaba el pesado y viejo trasto con toda su larga raíz de hierro hundida en la dehesa, y lo mal metía en el coche, ella, deprisa, daba la última vuelta de cerradura a la casa de sus padres cerrada por la muerte. Quería salir cuanto antes de ese silencio insoportable, pero al volverse, sobre la tapia del huerto de la casa, asomaba aún algo con vida: lo único que no había destrozado el tiempo: la dulzura de su infancia. Y se subió al coche enarbolando en una botella de agua cortada a la mitad, un esqueje de su higuera.

De camino a la Rioja, en cada curva de la carretera, se volvía a mirarla o posaba un momento su mano sobre ella, no sé si calmándola de su traqueteo, o era del dolor de oírla.

 “Ponla ahí, bajo la luz de la ventana, que se limpie de penumbras”, me dijo al entrar en casa.

Y al abrirle las cuatro gavetas, los botones bostezaron, recobraron la memoria:

“¡Si todos tienen el rostro de su ropa! Mira este dorado, Rubén, es del uniforme de gala de mi padre, un solo guiño suyo al sol me devolvería ahora todo el esplendor de su sonrisa, y lo tengo yo aquí. Y estos grabados de anclas, y esta cinta burdeos con trencillas de bocamangas, eran del traje de marinero de las comuniones de mis hermanos. ¡Cómo me devuelve este de nácar aquel rosetón de cintas de mi primera blusa!  Y mira este, es un botón charro, parece una noria de feria. ¿Sabes?, la bola grande, la del centro, representa Salamanca, las otras ocho de su alrededor, sus góndolas, son sus comarcas, las que la protegían como un regazo de loba, y, el te quieres casar conmigo, se hacía antes de la mano de este botón hecho anillo de pedida…

¡Mira! ¿Y el polvillo amarillo este? ¿Y los agujeros? ¡Si tiene carcoma! ¡Si parece de tan herida rueca de luna! ¡Si duele mirar esos pocitos como cráteres de minas! ¡Si parece el paisaje aterrador después de una guerra! ¡Ya me la estás curando!”

 Oh, cómo la entiendo ahora. Y atreverme yo a llamarla mamotreto, carraca vieja. Si le enseñó desde niña, y a su vera, a ser una modistilla. Si en la pasarela de moda de los domingos cosió los hilos de aquel sol de la infancia. Si se ha traído el zumbido de ese pedaleo de vida en la casa. ¡Y todas las tardes de su madre sobre hilachas!

 “Ponla ahí, bajo la luz de la ventana, que se limpie de penumbras”

 

Su trocito de enser. Su pequeña gran herencia. Que ahora será, en silencio, su máquina de coser recuerdos.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario la Rioja 11/04/2024

jueves, 11 de abril de 2024

PASTEL DE CABRACHO

 


De lejos parecían dos llamas de una hoguera pintadas en el lecho de hielo picado de la pescadería. Dos bateles engastados en escamas de rubíes. Dos cabrachos bellísimos al acercarme. Y con los ojos abiertos. Ya no me acordaba que los peces no tienen párpados. Para qué los quieren si bastaría el descuido de un solo parpadeo para pasar a mejor vida. Es la ley del mar: comer y ser comido. Por eso andan siempre tan alertas, tan en guardia, tan despiertos hasta dormidos. Ojos siempre circulares, aún bellos muertos sobre ese mostrador blanco y helado. Los miro y me traen su cita en el cantil de la muerte: la celada red de trasmallo o el sangriento cebo en el sedal. Me traen la vida que nació en el agua. Si ya fue difícil encajar que nuestra estirpe nos emparentara con los primates, ahora sabemos que, en realidad, nuestro cuerpo no es más que la evolución de los primeros peces que fueron capaces de abandonar el agua y poner un pie en tierra. Pues sí, supongo que hubo ese torpe salto de esbozo de anfibio al primer embeleso de claro de luna. Y si nos ponemos a buscar la prueba, la encontramos no sólo en los fósiles, sino también en nuestro propio cuerpo: La cara se forma en el vientre materno en los dos primeros meses de vida. He mirado escáneres de alta calidad de embriones humanos, ecografías en las etapas iniciales del desarrollo, y he visto cómo los ojos empiezan a formarse a los lados de la cabeza: ese adarme de criatura es lo más parecido a un pez, pero luego se desplazan hacia el centro de la cara, se forma una nariz, una boca..., y ese surco labionasal misterioso que como una cerradura lo sella todo. Hace tiempo que reparo en esa pequeña depresión: huequecito que está entre el labio superior y la nariz. Uno lo ve todos los días en el espejo, le pasa la quitanieves de la cuchilla, y no sé si tiene alguna función. Pequeños detalles de nuestro cuerpo. Como cuando miro las cejas y supongo que su destino es proteger a los ojos del sudor como un tejado de la lluvia, pero ese canal no sé si es un accidente de nuestros orígenes, una pista de nuestro pasado evolutivo, o la última puntada del proceso de formación del rostro.


Y pienso en todo esto mientras la pescadera va limpiando (descuartizando, mejor) de espinas venenosas, de vísceras, de escamas, a estos dos diablos de la noche oscura del mar, a la vez que me habla de la mítica receta del pastel de cabracho de Arzak, de su sopa bullabesa.

 Y salgo de la pescadería (es la primera y la última vez que hago de recadero) con este pequeño ataúd de bolsa que resuena más de la cuenta en mi cabeza al venirme la frase de Paul McCartney: si los mataderos tuvieran muros de cristal, todos seríamos vegetarianos.

No creo que esta noche entre en mi boca la carne de estos dos cabrachos que, aún punzan, y mira que han pasado millones de años desde aquel primer torpe salto de anfibio al embeleso de un claro de luna en la tierra, su memoria en mi frágil y sensible y excéntrica espalda.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja 4/04/2024

martes, 26 de marzo de 2024

UNA CASA GRANDE

 


Hace unos años, a mi mujer le dio por alistarse, como una miliciana más, en ese impagable batallón que cuida y mima a esa edad dorada y senil aparcada en una Casa Grande. Quería ganar, tan a la orilla de la muerte, alguna batalla a esa guerra perdida del tiempo con la vida. Pasarse al lado del cansancio para amándolo todo, comprenderlo todo.

De madrugada estaba la primera levantando heridos, y a los muy malheridos, a esos que miran tan lejos lo cercano, tan solo les rozaba un momento, al pasar, la mejilla.

 Y era una buena soldado de la muerte, quizá la mejor samaritana del adiós. Sabía que quien se apagaba lentamente solo deseaba que alguien le tomara de la mano, y se ofrecía a darle un último pequeño abrazo, si quien le velaba tan solo eran las cuatro frías paredes.

Algún domingo que trabajaba, me acercaba yo a esa Casa Grande a recogerla, y nada más abrir la puerta de entrada a esa galería que daba a un hermoso patio interior, veía cómo toda la ancianidad se volvía a la vez hacia mí: era el día cumbre de las visitas, el día del calor de la caricia en la mano que les duraba toda la noche. Y en ese tiempo de espera, me hice amiga de una anciana que últimamente me reconocía solo por el aroma de mi colonia al cruzarme con ella. Y siempre decía a los cuatro vientos: “Mira que es guapo el marido de Carmen”. “Y eso que aún no se ha operado de cataratas”, le recordaba yo entrando en la niebla de sus ojos. Y nos reíamos juntos.

 

Y recuerdo aquel verano en el que todas las milicianas, cansadas de que desde altos e iluminados ventanales se atrevieran a leerles el porvenir en las marcadas líneas de la espalda, de que les cronometraran el cariño y pusieran precio a la brizna diaria de ternura, hartas de sentirse bestias atadas al yugo de un carromato a rebosar de miradas sin tiempo para abrigarlas, comenzaron una insurrección silenciosa: se trabajaba, pausadamente, al ritmo que necesitaba en cada habitación su viejo huésped. Hasta dejé yo un furtivo anónimo en el buzón de sugerencias: un quebrado entre ancianos y soldados, y una hermosa palabra de cociente: Ternura.

De nada sirvió esa valiente escaramuza cortada de raíz al primer despido.

Y cuando regresaba a la noche, sobre la cama cruzada por el arco de una espalda que estampaba su fatiga, me hablaba de que ya no servía para esto: “¿Cómo se hace, Rubén, para no cogerle cariño a esas huérfanas miradas? ¿Cómo, para que luego no te duela tanto perderlas? Y es tan a menudo, tan temprano, tan deprisa”. Me decía que era mucho más duro verlos cerrar los ojos para siempre que morirse uno. Y al final siempre me repetía que no había vuelta de hoja, que ya lo tenía decidido: iba a desertar mañana… Y yo le ponía la mano en la boca.

Pero a la mañana siguiente, ahí estaba la primera levantando heridos, y a los muy malheridos, a esos que miran tan lejos lo cercano, tan solo les rozaba un momento, al pasar, la mejilla.

Rubén Lapuente Berriatúa  Publicado en el diario La Rioja el 14/ 03/2024


sábado, 9 de marzo de 2024

CENTRO DE DÍA



                                     A la memoria de Manoli
                                       A las trabajadoras del Centro de Día G.B.

Creías que tu vida ya sólo sería una cabeza somnolienta sujeta a una butaca, a su trocito de cielo en la ventana, al ruido de fondo de un televisor. No notabas que la soledad (esa mala compañía) iba haciendo bien su trabajo, desordenando los recuerdos, criando sombras, replegándote.

 Ya son muchos años, piensas, para encararte con los tuyos, demasiados para soportar lo nuevo desconocido. Y mañana ya viene el pequeño autobús. “Al rincón del olvido”, dices entre dientes te lleva, te llevan.

 Y entras medrosa, aturdida, con ganas de desaparecer. Pero poco a poco comienzas a revivir miradas de tu mismo tiempo. Palabras que te suenan como si te las dijeras tú.

 “¿Cuál es tu nombre? Mira, ven. Tenemos un patio con el mismo sol del recreo de aquella escuela nuestra. Tiene una fuente como la de la Alhambra, con sus doce leones de piedra manando todo el día esa eterna canción del rumor del agua. Y un huerto en altares de madera para que juguemos con el milagro de la tierra, y no se nos venza la espalda. Y un campanario con badajo de jilgueros con órdenes de montar la marimorena. Y una banda de gallinas picoteando en el olvidado corral de nuestra infancia. Y dentro, mecedoras con fieles pulgares que no se cansan nunca de acariciarnos el cansancio de la vida. ¿Sabes jugar a los naipes? ¿Y a la petanca? ¿Y al juego de la rana? ¿Has jugado al bingo? Sólo dan caramelos si ganas, pero de los buenos, de los de sabor a cuba libre. ¿Sabes que hay peluquería? ¿Y baile? Que aquí aún hay viejos caballeros que con una reverencia te sacarán a bailar cuando suene esa canción inolvidable. Y siempre están ellas, las de uniforme naranja, que no te dejan dormir ni un minuto en los recuerdos, y como vengas malherida, te alientan hasta que alcances con la punta de los dedos el abismo de un tenedor, o te ayudan a calmar la zozobra de una cuchara, o no paran hasta que cruces el desierto de una baldosa. Y si lo necesitas, siempre serán la fiel esponja de tu diario decoro. Ven, mira…”

 Y al caer la tarde, el pequeño autobús te devuelve a la puerta de tu casa. Y al dejar caer tu ancianidad sobre la cama, lo haces con la alegría de tu nuevo sueño viajando solo hacia mañana: El empeño por destacar, la revancha de la derrota en el juego, la dulce mirada mate que se te olvidó devolver ayer… Y ya no te ovilla la soledad entre las sábanas, duermes boca arriba con los brazos por encima de la cabeza, como a la sombra de un sol de mimbre que te lava la sangre y desenreda la memoria.

 Y al día siguiente, a primera hora, esperas con alegría al autobús. Y al verlo llegar por la calle, antes de levantar la mano y moverla impaciente como si se fuera a ir sin ti, con disimulo, te perfilas los labios de rosa, de muy rosa carmín (¿verdad Manoli?), como si la vida empezara otra vez.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario la Rioja 29/02/2024

jueves, 22 de febrero de 2024

LOS EXTREMOS SE TOCAN

 


Con pasos de serpentina de papel, volaban bajito sobre la acera. Al cruzar el paso de cebra, parecía que pasaba un convoy de juguete con doce vagonetas de hojalata, y a cuál más tarumba. Eran unos pequeñuelos que, unidos a una lazarilla cuerda y a su vez a la correa de una señorita como si llevara a pasear de mascota a un perro salchicha, iban desde el andén de su guardería rumbo a esa vieja estación de un Centro de día.  

Al verlos entrar así, atados, algunos ancianos les dijeron que esa no era su casa. Que qué pintaban aquí. Que esto no era un correccional para semejante sarta de botarates. Pero, adónde va esa longaniza con piernas, dijo uno. Otro, en voz alta, al verlos como el haz de la vida, como panecillos recién salidos del horno, dijo que sentía su cuerpo hecho una carraca, como un asno viejo y pellejo.                         Pero los niños saben, que los viejos conocen muchas cosas que ellos no saben. Y les cuesta tan poco acercarse. Si han venido con su candor de virtuosos de la inocencia, con sus canciones y cuentacuentos bajo el brazo, a darles, como si les hubiese salido un bolo, su mejor velada. Pero, con tan sólo tres años, qué saben estos terremotos de terapias de estímulo, de argucias para sacarles del sopor de los recuerdos, qué del cansancio de vivir, qué de despertarles la vida a través de ellos mismos. Si estos pillastres van a lo suyo, a dibujar en el aire con un hilo de tiza del sueño en las manos las canciones:  Las ruedas del autobús, A mi burro le duele la cabeza, Estrellita dónde estás, Debajo de un botón, A la zapatilla por detrás, Un cocodrilo se metió en la cueva… Y esos ancianos, que como los niños tienen hilvanes frágiles, el mismo revoltijo de emociones que solas se les escapan cada día, tan vulnerables como arena a la orilla del mar, y, además, como los extremos se tocan, de pronto despierta Matusalén, y alguno, milagrosamente, se levanta de la silla de ruedas, otros regresan de la lejanía, y todos riendo, cantando, llorando, aplaudiendo, iluminan de vida lo que era una mustia sala. Luego, esas tarumbas vagonetas de hojalata sueltas en ese bosque de años, de memorias confusas, de huesos de coral, parlotean con ellos en ese lenguaje de gorjeos de luz del paladar, que ambos aprendieron de los pájaros que anidan en sus cabezas.                  

¿No será que la vejez no es lo que pensamos, lo que vemos a distancia? ¿No será que la hacemos ser así, tristeza mortal, cansancio de rutina infinita? ¿No será que, perdidos, necesitan de alguien o de algo que les remueva el asombro?      

Luego, a una palmada de la señorita, meten todo ese revoltijo de bártulos invisibles por la ranura de su inocencia, se anudan a su lazarilla cuerda, y como con pasos de alas de serpentinas de papel, se van volando, muy bajito, sobre la acera.  

Rubén Lapuente Berriatúa 

publicado el 15/02/24 en el diario La Rioja

sábado, 10 de febrero de 2024

LA MUCHACHA DE MADERA

 


Todos llevamos un niño o una niña dentro. Aquel niño mío jugaba con cualquier cosa: con una hoja de otoño, con un palitroque, con el vaho del cristal de la ventana…, luego le veías aventando a un escarabajo, haciendo a un gusano de seda monstruo por detrás del tintero, o dejando, el canalla, un vaivén desierto en la pecera. Y para que aún siga correteando por mi frente y no se me muera, he levantado mi casa como un juguete. Por ahí asoma un futbolín de los viejos bares, con una banqueta para que alcance la empuñadura del puntapié de Bellingham; unos perennes calcetines con rayas blancas y rojas en el tendedero: bandera de nuestros hijos, que por aquí anda siempre Wally; una mariquita de mascota para echar mano de ella si pide un deseo; un viejo patinete tranvía de las aceras, parrilla de los olvidos de madre; un triciclo con montura de caballito, que aunque no ha leído a Panero, un día se escapó al trote, al amanecer, sin pensar en regresar, pero volvió de las alas de las orejas, en volandas: calentito a casa; asoma una peonza, la mía, tiznada, ocho años más joven que yo, y que si la toco ahora, me quema la savia de sus días azules; un globo con barquilla para soñar volar sobre las tejas, y ver cómo se emborracha de licor de luna mi gata Vilma; un libro pop-up que no tuvo y lo abro hoy a su asombro y al mío: el de los dinosaurios de Sabuda.

 Mi casa como un juguete que se asoma al remanso del agua dulce del Iregua. Y parecería que ya no necesitara más cachivaches, pero desde que le leí “Una casa en la arena”, la de Pablo Neruda en Isla Negra, con sus mascarones de proa: María Celeste, Micaela, la Sirena de Glasgow, La Bonita…, me recordó esa fábula de marineros que le conté una tarde donde la belleza de una muchacha: mascarón de proa de su goleta de Playmovil, desbravaba la tempestad, arrodillaba la galerna: serenaba la ira de los dioses. Y lleva un tiempo tirando de mi manga para que le busque por el desguace de los mares, una bella “mascarona” de proa…

Ahora la muchacha de madera es el juguete de la casa. Arrancada de su viejo bauprés de goleta, tiene de la gubia del viento y de los golpes de las olas del mar, rosetas de niña en las mejillas. Tiene flores de algas y de lirios marinos enredadas en el pelo. Tiene aferrada entre las manos, como su único tesoro, una caracola llena de secretos.                                                                                                               Por la roda de la casa, la he subido hasta un cielo de luceras y altos miradores, donde se vea reflejada en el embalse y no se le vacíen del corazón los recuerdos.                                                                             Al atardecer, algo pasa arriba, algo oímos, algo nos sobrecoge, como si llamara con su honda caracola a lejanos mares perdidos… Y subo con mi niño a mirarla. Y yo no sé si será la humedad, la niebla, pero por sus empañados y ciegos ojos de cristal, se le sueltan a la muchacha de madera dos gotas de agua…                                                                                                                                                        Y ella no sabía llorar.

Rubén Lapuente Berriatúa. 

Publicado en el diario La Rioja 1/2/24


lunes, 22 de enero de 2024

UNA NOCHE EN EL CIRCO



 He venido al circo Raluy: el clásico, el de siempre, el que no lleva edulcorantes ni gasta melindres. He venido a recordar bajo esa patria de una carpa con banderolas, el sobresalto de un timbre de madrugada.

Salen los trapecistas, los veo arriba cómo enjugan sus manos en el talco, que así les salgan dedos de aguilucho, así calmen el sudor de quizá morder la dura arena: no tienen red, no quieren red. Entre sonrisas, seguro te dirán que solo arriesgan la vida. En la mitad del vacío de sus balanceos, uno se suelta. Y vuela. Y no hay nada ni nadie todavía. Aún las manos del otro, boca abajo, no están. Vienen. Están llegando. La emoción del alivio vuelve a soltarle. Y otra vez vuela, pero el trapecio solo, como un salvavidas, no ha llegado aún. Todavía está viniendo. Se pierde y se encuentra…

Abajo, de perfil de los labios, juntamos las palmas de las manos en el redoble último del más difícil todavía, y en ese rumor que acaso derrame lentejuelas, me vienen esos retazos olvidados de la infancia, cuando el circo no nos cabía en los ojos del sueño, y la volatinera inocencia nos cosía unas alitas a la espalda sobre la baranda del portal, o sobre la cimera de cualquier bordillo. Al acabar el número, pienso que estos trapecistas por arriesgar tanto la vida no la vivirán nunca. Que para que no se apaguen los vítores, jamás deben abandonarse. Eso de tentarse cada día la cordura, el corazón, los músculos, el pulso del valor, y comprobar que todo sigue en su sitio, y volar… Oh, cómo se reina dentro de uno mismo viviendo con la amenaza del azar, cómo se aguanta el murmullo del sueño inquieto de tal vez, alguna noche, dar un traspié mortal en el aire.

Luego viene el número del lanzador de cuchillos. Sale primero la mujer. Se reclina sumisa en la rueda de madera. Adopta esa postura del dibujo del Vitruvio de Miguel Ángel. El lanzador, el hombre, menos joven que ella, sale con su haz de puñales en bandolera. Va lanzándolos uno a uno… Y giran una, y otra, y otra vez antes de reflejar en su acero la sien de la mujer; de quedarse a un tris del frágil cuello; de clavarlos a una gota de la orilla de la cala de madera que dibuja su cintura. Los lanza entre las piernas abiertas, entre los muslos, timbrando lo más lejano, lo más íntimo, lo más oscuro. Él arriesga siempre hasta casi rozar el filo de su piel: pellizca hasta su vello rubio. Ella es una diana entregada esperando en silencio, lo incierto, el azar. De pronto, un levísimo reguero de sangre comienza a bajarle por la pierna. Miro a los lados, y nadie, nadie se da cuenta. El lanzador de cuchillos, mientras la ve sonreír, desclava, dolorosamente, y uno a uno, sus destellos de plata…

El amor es un collar de rubíes sobre la arena que, ella, bajo su pie, demora enterrarlo un instante…

Al salir de la función, deambulé por los alrededores de la carpa. Las nocturnas luces de neón, como un faro, barrían las ventanillas de los carromatos, y en uno, en ese breve momento luminoso, vi a la mujer herida tomando entre sus brazos al hombre, como si fuera un niño.

Rubén Lapuente Berriatúa          publicado el 18/01/24 en el diario La Rioja